La Llorona
Existen varias versiones de la misma leyenda, pero la más popular relata que a mediados del siglo XVI, los habitantes de la Ciudad de México acostumbraban a refugiarse en sus hogares a la hora del toque de queda, especialmente los sobrevivientes de la antigua Tenochtitlan. Cerraban puertas y ventanas, y todas las noches algunos despertaban por los llantos de una mujer que andaba en las calles gritando "!Ay, mis hijos!" (De allí su nombre de la Llorona ). Este suceso se repitió por mucho tiempo.

Otra versión es sobre una mujer que tenía dos hijos y que en un baile conoció a un hombre y se enamoró de él, pero un día le dijo que se iba de viaje y ella le preguntó cómo podía hacer para que él se quedara y le contesto que matara a sus hijos, ella se quedó pensando hasta que decidió asesinarlos, pero después lo vio en un baile con otra y por el remordimiento se puso a llorar gritando "¡Ay, mis hijos!".
Sin embargo la historia mas antigua se refiere a una Diosa Azteca de nombre Chihuacóalt que predecía la conquista de "sus hijos" y lanzaba una plegaria que decía: "Hay mis hijos, como escaparan a tan funesto destino".
El callejón del Muerto
En el año 1600 el español Tristán de Alzúcer, se estableció en la Ciudad de México para abrir una abarrotería, donde el arzobispo fray García de Santa María Mendoza solía frecuentarlo para conversar, ya que ambos eran originarios de la misma localidad.

Un día visitó a su amigo el arzobispo para comentarle sobre su remordimiento por no cumplir la promesa, aunque siempre agradecía a la Virgen en sus rezos. El arzobispo le afirmó que con un rezo bastaba, lo eximió de su promesa y Don Tristán aliviado la olvidó.
Después de varios años el alma de Tristán siguió deambulando por la calle de la Misericordia , desde el incidente del arzobispo el vulgo la llamó el callejón del Muerto y siglos después se le renombró calle República Dominicana.
El fantasma de la monja

Sus hermanos le dieron mucho dinero al amado de su hermana con la condición de que se fuera a vivir lejos de la ciudad y él aceptó. Después de dos años Doña María seguía en depresión y sus hermanos acordaron enclaustrarla en el Antiguo Convento de la Concepción.
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La calle de la Quemada
Martín de Scópoli, un marqués italiano de Piamonte y Franteschelo se enamoró perdidamente de ella a tal grado que se plantaba en la mitad de la calle del hogar de doña Beatriz y oponía el paso a cualquiera de sus otros pretendientes, los enfrentaba a duelo por su impertinencia, pero Martín siempre los mataba.
A partir de entonces, la calle donde vivió esta mujer se llamó la calle de la Quemada , en memoria de este acontecimiento, esta calle actualmente es la 5a. calle de Jesús María. Y todo el que pasa por esta calle muere a la mañana siguiente quemado.
El charro y la partera

Ella estuvo confundida y recelosa durante varios días por la advertencia y la silenciosa desaparición del charro. Durante varias semanas estuvo absorta en sus pensamientos, y miraba extrañada a sus conocidos. Cierto día le platicó todo lo sucedido a una vecina quien le aconsejó no contárselo a nadie más y dejar las monedas en la iglesia, así lo hizo la partera. Sin embargo, a la mañana siguiente la partera amaneció muerta, pero con el aspecto de seguir durmiendo y algunos rumoraron que escucharon cabalgar al charro cerca de ahí. Se cumplió la advertencia de aquel charro, aquellas monedas desaparecieron y se rumoró que el charro regresó a recogerlas.
El señor del rebozo
A mediados del Siglo XVI templo de Santa Catalina de la Siena , había un crucifijo con un Cristo de madera esculpido por un anónimo y colocado a la entrada.
Al convento dominicano adjunto que atendía el templo, ingresó una muchacha que luego se convirtió en la monja sor Severa de Santo Domingo. Al ver al Cristo, ella quedó tan conmovida de su mirada triste, palidez y sus llagas que le rezó frecuentemente. Se volvió una costumbre que practicó diariamente por años y se hizo devota de aquel Cristo.
A la mañana siguiente encontraron su cadáver oloroso a rosas y sonriente, y al Cristo de aquel crucifijo cubierto con el chal. Desde entonces las monjas del convento bautizaron aquel crucifijo como el Señor del Rebozo que estuvo expuesto a los feligreses hasta la exclaustración de las monjas.
La confesión de la muerta
Una noche de hace siglos, un sacerdote apellidado Aparicio. El estaba cenando en casa de una noble familia, y de repente los criados le avisaron al sacerdote que un par de hombres tocaron a la puerta rogando por su presencia.
Él los atendió, le avisaron que una moribunda necesitaba confesión y los acompañó hasta un carruaje, que lo transportó a un barrio poco poblado hasta casa en ruinas bloqueada con tablones en las ventanas. Cuando tocaron la puerta una ancianita andrajosa y llorosa con una vela en la mano salió a recibirlo y le indicó subir al piso superior donde él encontró a una joven muchacha con fiebre, con vestido de terciopelo y una diadema en la cabeza, acostada sobre un petate; se dice que esta mujer era muy hermosa. Escuchó su confesión, seguro le contaba cosas terribles porque el padre sudaba frío y daba sobresaltos al escucharla. Después de absolverla de sus pecados, ella se debilitó al bajar los escalones, los superiores se derrumbaron. En el piso inferior no encontró a la ancianita y afuera de la casa ya no estaba el carruaje, al cual nunca escuchó marcharse, por lo que decidió regresar a la casa, pero ésta comenzó a cerrarse, y aunque él quiso detenerla, no pudo; de pronto, escuchó un alarido, una voz hueca que hubiese puesto los cabellos de punta hasta al más valiente.
El sacerdote, asustado, regresó presurosamente a pie a casa de sus anfitriones, a quienes contó lo sucedido. Después se percató de que no traía consigo su rosario ni su pañuelo blanco, de modo que el señor de la casa, ordenó a dos de sus criados que fueran por ellos a aquella casa. Cuando regresaron, dijeron que, aunque insistieron tocando la puerta nadie les abrió. El cura extrañado afirmó que él había ido a esa casa y que dejó olvidados su rosario y su pañuelo blanco por lo que el anfitrión propuso que al día siguiente se reunirían para ir a dicha casa.
Al día siguiente se encaminaron a la casa e insistieron varias veces, pero nadie les abrió, por lo que un anciano se acercó y les dijo que hacía mucho tiempo que nadie habitaba esa casa, por lo que mandaron a traer a un herrero quien forzó la puerta. Entraron, pero no vieron a nadie, todos se asombraron cuando encontraron el rosario y el pañuelo del cura. Posteriormente vieron que del suelo salía un trozo de terciopelo. Los criados escarbaron y dentro de un ataúd encontraron un cadáver con un vestido terciopelo y con una diadema.
Desde entonces, el sacerdote se volvió introvertido, oraba a altas horas de la noche y padeció de insomnio. Nunca confesó el nombre de la muerta, ni lo confesado, por la ética de su oficio. Y mas allá de lo esperado, un día el padre recordó aquella ruinosa casa en la que había entrado, decidió volver porque el sentía que algo lo estaba llamando y que algo se le olvidaba, pues cuando iba de salida un hermoso carruaje como el que lo había llevado, apareció y el confiado se subió, lo llevó hasta esa ruinosa casa, pero al parecer estaba muy arreglada, de repente el entra y lo recibe una joven muy hermosa a la que él le encontraba parecido con la viejecilla que había visto antes, entonces le dijo: "por acá es", el encontró la vestimenta que utilizaba para dar misas... se asusto pero se quedó, observaba y parecía que alguien lo vigilaba, salió una viejita muy pálida y con muchas cortadas, le dijo que quería que la confesara, el la confesó sin saber lo que pasaba, de repente debajo de la alfombra y la madera salía un vestido de terciopelo y una diadema, el recordó que estaba donde confesó a la jovencita, asustado trato de escapar pero ya nunca salió; dicen que detrás del volcán de Popocatepetl se escuchan los gritos de un joven pidiendo ayuda desesperadamente, y que hay muchas gotas de sangre y que si sigues el rastro el se te aparece tal y como lo dejaron; y que la misma mujer hermosa se aparecerá a todos aquellos que hayan oído sus gritos aparte que todo el que pasara por ahí ya jamás saldría así como le sucedió al padre.
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